Transcurrido mayo, es decir apenas dos meses después de firmado un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, las señales preocupantes se acumulan, tanto en lo macro como en lo microeconómico, trayendo a la memoria eventos del pasado con desenlaces traumáticos.
El pasado no se repite -al menos de la misma forma- pero las señales que revelan un aumento del desorden están a la vista. El gasto público primario vuela y el déficit solo puede ser contenido con una inflación que se acelera (acelerando la recaudación de impuestos transaccionales y erosionando alguna parte del gasto).
No es posible tirar anclas, no solo porque la política no lo admite -los salarios “deben ganarle a la inflación”-, sino porque la aceleración inflacionaria es el instrumento utilizado para cerrar las cuentas fiscales y mantener entre los asalariados el velo de la ilusión monetaria.
El problema -por si no resulta clara la alusión- es la sostenibilidad de las políticas que pasado cierto punto de freno de las “fuerzas productivas” llevan a un cierre del horizonte (generalizando la idea de que “no hay futuro”) y anticipan un choque inevitable, en esta administración o en la próxima.
Siempre hay tiempo para corregir, pero ello requiere un mínimo de capacidades que no siempre están disponibles.